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Testimonios de la Guerra: Los hombres que lucharon en el Día-D, en Normandia (6 de junio de 1944)

Por David Odalric de Caixal i Mata

Historiador Militar, Analista en Terrorismo y Geoestrategia Internacional /  Profesor de Historia y Protocolo Eclesiástico, Heráldica y Nobiliaria, Diplomacia y Relaciones Internacionales del Vaticano en la ESPRI (Escuela Universitaria Superior de Protocolo y Relaciones Institucionales) / Director General de la Fundación Sociedad y Defensa de ECOSED / Director del Área de Análisis, Investigación y Formación Universitaria del Instituto Europeo de Seguridad y Defensa de ECOSED (Espacio Corporativo de Seguridad y Defensa) & Director of the Research Group Firts World War Centenary 1914-1918 Imperial War Museum-ECOSED / Member of «The Society for Army Historical Research» (Advancing the study of British military history for the next generation- University Research Grants / London) / Miembro del Grupo de Investigación LSTE (Libertad, Seguridad y Transformaciones del Estado) de la Universidad Autónoma de Barcelona

Este artículo recoge una serie de testimonios presénciales de aquellos soldados, británicos, norteamericanos y alemanes que combatieron y lucharon el Dia D, 6 de junio de 1944 en las playas de Día en Normandia.

“El sargento piloto Rupert Cooling, tras volar en misiones de apoyo en la invasión de Sicilia, regresó a Gran Bretaña para entrenarse para el gran día. Pronto se encontró en Escocia, junto a la escuadrilla 516 de las Fuerzas Combinadas.”

Nuestra escuadrilla estaba formada por una compleja mezcla de aparatos: Mustangs, Hurricanes, Blemheims, Ansons, dos Lysanders, un Miles Master, y hasta un Tiger Moth, en el que volábamos básicamente para divertirnos. Los ejercicios comprendían ataques de la aviación de apoyo y desembarcos de la Infantería. Los Blenheims llevaban un tipo de proyectiles que tenían la potencia de una bomba de 120 kg. Lanzábamos series de cuatro delante de las fuerzas asaltantes, en el momento en que llegaban a la playa. Había que tener cuidado con el lanzamiento de estos proyectiles, cuya explosión mataba a una distancia de 6 metros. Mientras tanto, los Mustang y los Hurricanes ametrallaban la costa con sus cañones. Uno de los Blenheim estaba equipado con una sirena que producía un sonido verdaderamente angustioso en el momento en que se lanzaba en picado; tal artilugio tenía por objetivo alterar el ánimo de las tropas enemigas, allá abajo. En las prácticas lanzábamos chorros de humo. En cuanto las barcazas de desembarco se dirigían hacia a la playa, descendíamos a unos 15 metros y volábamos casi entre sus cascos. Presionábamos en disparador, y una larga y densa columna de humo blanco borraba el contorno de los alrededores. Era un poco arriesgado, pero pronto estábamos de nuevo en el claro y nuevo espacio de allá arriba.  Excepto en una ocasión.

La ensenada Fyne se bifurca en su extremo oriental. El tramo más corto corre entre altas colinas cuyas laderas caen casi a pico sobre el agua. La playa objetivo se hallaba al abrigo de este escarpado terreno. Cualquier aproximación a este punto, desde el oeste, se hacía imposible por estas cumbres de más de 1.200 metros, por lo que a los Blenheim les era obligado acercarse desde el este. En el preciso momento en que yo había descendido a unos 15 metros, mi aparato volaba a unos 400 km/h. Reduje la velocidad y pulse el botón que liberaba los cilindros de humo. No sé qué pudo suceder luego, pero sus efectos resultaron catastróficos. La carlinga, los instrumentos, los controles de vuelo, incluso mis propias manos desaparecieron en medio de una nube densa y blanca. Pensé que iba a morir en cuanto el avión se lanzase contra el agua, o se estrellase contra una de las cercanas colinas. Tras una eternidad, tal vez tres o cuatro minutos, la atmósfera se clarificó. El aparato estaba ya a unos quince kilómetros de su objetivo, volando a 400 metros sobre el centro de la ensenada. A ambos lados quedaban las escarpadas colinas. Tras aterrizar, me dirigí a la enfermería para hacerme un reconocimiento, y después fui a ver al capellán, porque me pareció lo más apropiado. En los ejercicios que se llevaban a cabo perdimos a tres pilotos y cuatro aparatos. No fueron unas pérdidas graves si se considera lo importante de la operación”.


El teniente coronel Michael Forrester se encontraba prestando servicio con su regimiento en Palestina, cuando estalló la guerra. Formando parte de la 7ª División Acorazada luchó en Grecia, en el desierto occidental y en la invasión de Italia, antes de regresar con las “Ratas del desierto”  para entrenarse ante la invasión de Europa.”

“ Naturalmente desconocíamos cuando se iba a producir el Día D, porque, de hecho, sabíamos muy pocas cosas. Se nos dieron instrucciones de entrenamiento y se nos alojo en Norfolk, en unas condiciones que, para la época, eran bastante buenas. Pero había más asuntos que resolver, además de los entrenamientos. Como todos los hombres habían permanecido mucho tiempo fuera del país, una de las cosas más urgentes eran los permisos. Recuerdo que se les concedió al mayor número de hombres, y aunque ya me he olvidado  de cuántos días estuvieron fuera, el hecho es que aquella era la primera vez que veían a sus familias tras mucho tiempo de ausencia. Otro aspecto que me gustaría mencionares el que se refiere a la convivencia de nuestros hombres. Regresábamos a Inglaterra después de bastantes años de vida en el desierto. Había que cuidar, por tanto nuestras relaciones con la población civil, que en nuestro caso eran los vecinos de Kings Lynn y otras poblaciones cercanas, zona en la que estaban situados nuestros campamentos de entrenamiento. Era importante saber comportarnos dentro de la comunidad y formar parte de ella, aunque supiéramos que no íbamos a permanecer allí durante mucho tiempo. La gente de aquella comarca fue muy cordial y amable, y nos recibió con tanta amistad que nos sentimos verdaderamente en casa. El general Erskine, comandante de nuestra División nos ofreció también la posibilidad de disfrutar de una fecha memorable el día en que se entregaron en el Palacio de Buckingham las medallas a los que, durante todos aquellos meses y años precedentes, las habían ganado luchando contra las tropas germano-italianas del Eje en el desierto. Estos actos, como también las visitas que efectuamos, servían para levantar nuestra moral y hacernos sentir que estábamos allí para algo realmente importante.

El tipo de entrenamiento que llevábamos a cabo nos daba cierta idea de que el país en que íbamos a luchar estaba relativamente cerca. Aún así, cuando llego el día y nos dirigimos a Normandía, nos dimos cuenta que la zona de combate estaba mucho más próxima de lo que nos habíamos figurado. Dadas sus características, aquel país representaba un cambio enorme con respecto a Italia, como ésta lo había sido respecto al desierto. En Normandía los campos eran pequeños, muy pequeños, con bancales separados entre sí por altos setos, lo que reducía nuestra perspectiva y convertía las maniobras de los tanques en una tarea muy difícil. Los alemanes, por el contrario, tenían sobre nosotros la ventaja de que ya estaban familiarizados con el terreno. Naturalmente sabíamos, desde el principio, que íbamos a tomar parte en la invasión del continente, pero no teníamos idea de donde sería. Recuerdo que con las fechas ya muy avanzadas, el general Miles Dempsey nos hizo congregarnos en un cine para hablarnos. Yo había servido a sus órdenes durante una breve temporada, cuando él estaba al mando del XIII Cuerpo , que tenía sus cuarteles generales en Siria. Me reconoció entre los que allí estábamos y mantuvo conmigo muy amablemente una breve charla. Yo debí hacer algún comentario, porque él me dijo: “Pero seguramente usted ya sabe que van a…” y empezó a pronunciar “Nor…”  Pero inmediatamente se contuvo. Añadió: “¿No lo sabía usted?”  Como él sólo había dicho “Nor”, yo creía que se trataba de Noruega. Pronto se dio cuenta de que no estaba al corriente –se suponía que no debemos saberlo –, y cambió rápidamente el tema de conversación. ¡Durante los días siguientes, yo me devané los sesos pensando si iríamos a Noruega o a Normandía!.  Así pues, las cosas se mantuvieron muy secretas hasta el mismo final. Cundo llegó nuestro día abandonamos nuestras instalaciones en Norfolk y nos trasladamos a tiendas de campaña, muy separadas unas de otras — pero perfectamente adecuadas para lo que se pretendía –, en Essex. Allí quedamos aislados en nuestros respectivos campamentos, hasta que se nos informó adecuadamente, al tiempo que se nos autorizaba para que transmitiéramos tal información hasta que llegase a toda la tropa. Pero, hasta ese momento, nadie supo nada. Es muy interesante hacer algún comentario sobre el miedo. Marchábamos hacia lo desconocido y esto creaba inseguridad. Al no saber qué te va a suceder, te sientes lleno de incertidumbre, y se da pábulo a un temor que aumenta la secreción de adrenalina. Yo pienso que el miedo no aparece hasta que te enfrentas a algo verdaderamente peligroso, pero la sensación de temor está presente todo el tiempo. Puedo decir que me sentí realmente asustado en varias ocasiones. Creo también que la definición de la guerra (una definición anónima, aunque alguien quiera atribuírsela) como “Un conjunto de largos períodos de aburrimiento, salpicados de breves momentos de intenso pánico” es muy acertada. Y aunque me parece que tal frase fue acuñada durante la Primera Guerra Mundial, resulta muy aplicable a la Segunda.  Una vez que se produce la situación, surgen distintas clases de miedo. Creo que una de ellas, que afecta a cierta gente, es: “¿Seré capaz de enfrentarme a esto?”  Se requiere una buena dosis de coraje para superar esa duda y responderse afirmativamente. En realidad, uno se encuentra muy asustado, porque piensa que no va a ser capaz de resistir. Por ellos es muy importante el “esprit de corps”, porque eleva la moral, al saber que el reto al que tienes que enfrentarte es el mismo que se les presenta a los demás y que tú vas a estar a su lado”.


El teniente de vuelo David Warner, navegante de la Escuadrilla 296, regresó del África del Norte a finales de 1943, e inició su entrenamiento remolcando planeadores, lanzando paracaidistas y suministros en zonas prefijadas, y aprendiendo a utilizar el sistema de radas Gee. Todo lo cual formaba parte de los preparativos para el asalto del Día D.”

“En los días que mediaron entre la etapa de entrenamiento y la invasión, se nos envió en vuelos a Francia para lanzar suministros a los Maquis. Esto nos daba práctica en orientación nocturna. Un vuelo típico lo constituía el desplazamiento hacia los macizos montañosos del centro de Francia, donde se encontraba la Resistencia. Volábamos desde Inglaterra hasta Fécamp, reduciendo progresivamente la altitud de 1.800 metros a 700 y, posteriormente, a menos de 300. Yo solía orientarme por la referencia de tres pequeñas islas, en medio del Loira, fácilmente visibles con luz de luna, que me daban la certeza de estar en la situación exacta. Al llegar allí descendía a 150 metros. Todos los reflectores enemigos trataban de descubrir algo, pero a 150 metros no les era posible detectarnos, pues para poder hacerlo tendrían que bajar mucho las hacer de luz, cosa que inutilizaba los focos; de manera que nosotros volábamos a cubierto de sus reflectores. Por lo general, solíamos cogerlos desprevenidos, volando sobre el techo de su fuego antiaéreo, y escuchando a nuestras espaldas los disparos de sus baterías.

Una vez superado esto, llegabas a la zona de lanzamiento, en donde se encontraba el grupo que recogería los suministros. Volábamos en círculo y, una vez seguros de que estábamos en la zona, bajamos alerones y ruedas, reducíamos la velocidad a 120 o 150 km/h y descendíamos a unos doscientos metros sobre la línea de las luces, para arrojar la mercancía. Una vez hecho esto, nos elevábamos nuevamente, dábamos una vuelta, movíamos las alas deseándoles buena suerte y nos íbamos. Cuando llegó el Día D nos dieron decenas de fotografías de la costa francesa. Yo las estudiaba durante todo el día . Las tenia en mi cuarto y, por la mañana, cuando me levantaba, trataba de memorizarlas con una taza de té en la mano. Todo lo que teníamos que hacer era soltar allí un planeador. En el Día D volamos hasta Newcastle porque allí el despegue nos llevaba entre dos y tres minutos, y como disponíamos de 40 teníamos tiempo más que suficiente. Tuvimos que volar hacia el norte durante unos 50 minutos, y cuando regresamos al aeródromo encontramos a los planeadores preparados. Al llegar a nuestro objetivo no sucedió nada importante. Echamos un vistazo a la zona y dispusimos un cable telefónico para poder hablar con la tripulación del planeador de forma más cómoda. Tras sobrevolar en círculo nuestra zona del objetivo, pregunté al piloto del planeador si podía reconocer su zona de aterrizaje, a lo que él respondió afirmativamente. Le dije que cuando estuviese dispuesto para soltar amarras nos lo dijese. “ De acuerdo, puedes soltarnos ya”, me respondió. Serían las 2,00 o las 3,00 de la madrugada cuando empezó la operación de desamarre, a unos quince o dieciséis kilómetros tierra adentro. A unos cinco kilómetros de la costa había una batería enemiga, perteneciente a la “Muralla Atlántica” alemana, que había sido fuertemente bombardeada por unos 80 Wellingtons. Hasta que empezó a amanecer, a las tres o cuatro de la mañana, no pudimos comprobar aquel fantástico espectáculo. ¡Parecía la M25 colapsada por el tráfico! El espacio estaba lleno de aparatos que volaban en todas direcciones. Nunca había visto tantos aviones juntos en toda mi vida. Naturalmente, de noche no nos habíamos dado cuenta de todo aquello. ¡No logré divisar ningún movimiento de barcos en la mar hasta el viaje de regreso. Cuando rompió el día, el piloto me dijo: “Asómate y échale un vistazo a eso”. Entonces pude observar todos aquellos barcos que avanzaban hacia la costa, disparando y preparándose para el desembarco. Debo decir que toda esta operación no me había puesto nada nervioso, pues, la verdad, es que estabas acostumbrado. Volé al Loira tantas veces, tomando como punto de referencia aquellas tres islitas, que ya me sabía de memoria que iba a pasar. Lo único que me preocupaba era que se me desprendiese un motor, porque entonces si que tendríamos problemas. De nuevo en casa trataba de tener todo en orden. Mis cosas estaban perfectamente embaladas por si no regresaba; además, solía llevarme en lo vuelos todo cuanto podía. Al dejar el comedor, tenía por costumbre arrancar la primera página del Daily Mail y metérmela en un bolsillo. Esta era una preocupación por si tenía que aterrizar en suelo francés. Los alemanes utilizaban a algunos de sus hombres como señuelos, haciéndolos pasar por pilotos británicos que intentaban escapar, a fin de descubrir a los franceses que ayudaban a nuestros compatriotas. Disponía de todo lo que podía para sobrevivir en caso de emergencia, como metros y metros de cordel y hojillas de afeitar que camuflaba en mis pantalones. En la base nos daban uno o dos equipos de supervivencia, un pañuelo con un mapa de Francia y también dinero francés. Yo tenía una pipa, en el fondo de cuya cazoleta había insertado una brújula, y también llevaba un par de zapatos de repuesto, porque había oído que solían perderse las botas de uniforme. Todas estas precauciones formaban parte de mi inventiva personal. Pero cuando llegó el Día D no me preocupé de nada de esto. Me pareció que todo cuanto había preparado era un estorbo y que regresaría de mi misión en unos pocos minutos. Realmente en aquellos momentos no le concedí la menor importancia.”


“El teniente Sumpter Blackmon mandaba el primer pelotón, Compañía A, 1er. Batallón del 501º Regimiento de Infantería Paracaidista de la 101ª División. Su misión era tomar los puentes y cruces importantes de carreteras, para impedir el flujo de las tropas alemanas en la zona del estuario, tras las playas, y neutralizar cualquier posible contraataque.”

“ Eran las 22,00 horas del 5 de junio, y estaba a punto de sonar la hora de la partida. Oficiales y soldados de nuestro primer pelotón se pusieron a rezar. Reuní a mi “fuerza” de 18 hombres y los conduje al avión. Llevábamos a cuesta tanto equipo que apenas si podíamos movernos. Despegamos aquella misma noche, un poco después de las 22,30 horas. Todos los aparatos estuvieron volando sobre el aeródromo en espera de órdenes hasta que finalmente adoptaron sus formaciones en V, maniobra que nos llevó casi una hora, pero logramos hacerla de forma tan perfecta que los aparatos se encontraban en su posición exacta. A medida que volábamos tierra adentro, en zona enemiga, el cielo se llenó de explosiones de baterías antiaéreas. Alrededor de mi aparato veíamos cómo los demás se entregaban a complicados movimientos y picados, pero nuestro piloto –cuyo nombre nunca llegue a aprender– continuó volando sin la menor vacilación. Atravesamos un banco de niebla y, en ese momento, dejamos de ver al resto de los aparatos. Cuando dejamos atrás la niebla, nos encontramos totalmente solos.

Me mantuve al lado de la puerta de lanzamiento cargado con todo el equipo, que incluía una ametralladora y su correspondiente munición, listo para saltar cuando se encendiese la luz. Desde donde yo estaba donde yo estaba pude ver las señalizaciones, en tierra, pero ni el soldado Thurman Day, que era el número dos en saltar, ni el sargento Adams me hicieron señal alguna de que saltara. Después me fije en que había desaparecido la tierra, allá abajo, y que en su lugar algo reverberaba: habíamos dado la vuelta, y volábamos sobre el mar. El soldado Day me apartó de la puerta y me gritó que el piloto deseaba hablar conmigo. Parecía preocupado. “Teniente”, me dijo, “hemos perdido nuestra zona de lanzamiento” y estamos volando sobre el canal, de nuevo hacia Inglaterra. ¿Que podemos hacer? Le dije que teníamos que regresar a Francia para que pudiéramos saltar. El piloto hizo un picado, giró y enfiló otra vez la costa francesa. Para evitar que el enemigo nos detectase voló casi a ras de las olas, de manera que cuando llegamos a la costa tuvo que dar un salto que hizo perder el equilibrio a unos cuantos compañeros. Decidí que tenía que ser entonces o nunca. Preparé todo mi equipo, enganché la anilla y salté. Gracias al tirón causado por la anilla, el paracaídas se abrió en el momento oportuno.  Tras aterrizar un tanto bruscamente, me zafé del paracaídas. Comprobé que parte del equipo se había quedado colgando en un árbol no muy alto, uno de esos que forman parte de la vegetación de Normandía, tan espesa que sus árboles y arbustos componían una masa casi tan impenetrable. Observé que la luz roja de posición, que estaba fijada al paquete del equipo, todavía estaba encendida y resultaba muy visible, así que la arranqué y la apagué. Preparé mi fusil y me metí entre la maleza; allí me quede esperando vigilante. Finalmente llegó el soldado Day. No teníamos ni idea de donde nos hallábamos. Saqué mi mapa y mi linterna y me puse a estudiarlo para comprobar nuestra posición. Me fue imposible encontrar en el mapa, ningún punto de referencia. Esperando durante algún tiempo, pero no apareció nadie más, por lo que decidimos cargar con la ametralladora y dos cajas de munición y dirigirnos hacia el sur. Tras haber recorrido unos ochocientos metros nos sentimos completamente agotados y tuvimos que desembarazarnos de la ametralladora y de las cajas de munición.

Finalmente nos topamos con algunos otros hombres. Al ver un grupo de 34 soldados que habían conseguido reunir me pareció que estaba al mando de todo un ejército. Rápidamente nos acercamos a una aldea, en cuyos alrededores vimos una casa en la que había luz. Los demás la rodearon y yo me dirigí a la puerta de entrada y llamé. Me abrió una mujer, y desde el umbral pude divisar en el interior a otra mujer sentada en una mesa, en la cocina. La mujer no se mostró muy amistosa y me pareció que era bastante estúpida. Me dijo que nos hallábamos en Foucarville, cerca de la cuarta calzada que conducía a la carretera de la playa, más o menos a unos cinco kilómetros de la playa Utah, y a unos quince de al noroeste de St. Come-du-Mont, lugar en el que yo esperaba encontrar a los componentes de mi batallón. Le pregunté a la mujer el camino para llegar hasta allí, pero ella no me entendió, o hizo como que no me entendía. Le repetí la pregunta. Se había vuelto hosca, y cuando le dije que era un paracaidista americano abrió los ojos atónita, gritó algo que no entendí y quiso echar a correr. Pero se detuvo cuando le puse en el estomago el cañón de mi fusil. Ignoro si colaboraba con los alemanes o, si simplemente, estaba asustada. Le dije que se sentara a la mesa, pero no quiso hacerlo; salí de la casa, cerré firmemente la puerta, y les dije a mis hombres que volvieran conmigo a la carretera. Apenas si habíamos doblado el recodo, cuando fuimos objeto del fuego enemigo. ¿Había hombres en la granja que corrieron a avisar a los alemanes? el hecho es que una ametralladora? enemiga estaba barriendo la carretera. Sonaba como si alguien estuviese desgarrando papel. Nos tiramos al suelo y empezamos a arrastrarnos por el lado izquierdo de la carretera, metiéndonos en un sembrado. De nuevo escuchamos el ruido de la ametralladora. Me levanté y eché a correr. Vi una zanja detrás de mí y me lancé a ella. En ese mismo momento un solado alemán se alzó de la zanja con los brazos en alto. No pude entender lo que me decía. El soldado Nick Denovchik  se acercó y me dijo que el alemán hablaba polaco, idioma que él entendía. Empezaron a hablar, y súbitamente cesó el juego. Posiblemente pensaron que nosotros estábamos avanzando. El germano-polaco dijo a Denovchik que él y su compañero estaban al cuidado de una estación de escucha aérea. Dio una voz, y su compañero se alzó unos cuarenta metros más allá. Tras cruzar algunas palabras más nos condujeron hacia un puesto de tiro que habían camuflado con árboles y ramas. Los dos prisioneros nos ayudaron a destruir todo el equipo de escucha, formado por cuatro grandes aparatos escondidos entre los árboles. Inutilizamos el depósito de munición y destruimos la radio. Decidimos tomar a los dos solados alemanes como aliados nuestros y ellos nos condujeron por el camino que llevaba a la calzada. Todavía estábamos bastante lejos del objetivo que teníamos asignado: las esclusas de Douves. Era casi la hora de que las tropas estuvieran desembarcando en la playa Utah, por lo que ya sólo podía rogar al cielo para que otros se hubiesen adelantado y tomado las esclusas en La Barquette. Afortunadamente así había sido. Una gran flota ocupaba el canal de la Mancha. La invasión de Normandía seguía su curso.”

“El cabo Hans Rudolf Thiel , perteneciente a un pelotón del 6º Regimiento de Paracaidistas, recuerda que fue él precisamente, a quien le tocó hacer sonar la alarma de la invasión de las fuerzas aliadas sobre Cherburg, el 6 de junio de 1944.”

“ La alarma de invasión que se había mantenido durante el día anterior y la pasada noche había sido cancelada. La tormenta había pasado y ya no llovía. Lucía el sol, como si con sus rayos quisiera compensarnos de la insoportable tensión que habíamos estado viviendo durante las últimas 24 horas. Corría el rumor de que los aliados, ante las pésimas condiciones atmosféricas, habían dado orden de que su flota regresara a puerto. Una decisión así nos producía un gran alivio; era como si se nos concediese una prórroga en la ejecución de la sentencia. Hoy no hemos plantado ningún Rommelspargel (“espárragos de Rommel”), los postes para impedir el aterrizaje de planeadores. En su lugar, hemos empleado el tiempo haciendo ejercicios de ametralladora en el campo. Marchamos hacia los prados de los alrededores y buscamos posiciones a cubierto. El sargento mayor Geiss, el comandante de nuestro pelotón, nos ha concedido un descanso para que podamos dormir lo que no hicimos la pasada noche. Sobre nuestras cabezas y a gran altura, incesantes escuadrillas enemigas vuelan tierra adentro, desde donde nos llega el horrísono fragor del bombardeo. La aviación que se encarga del reconocimiento diario hace su cometido y, de vez en cuando, vemos a algunos caza-bombarderos lanzándose en picado como si fueran avispas enfurecidas. Nuestra moral es buena, pero los veteranos parecen presentir que “flota algo en el ambiente”. A ellos no acaba de convencerles esta atmósfera de paz que da la impresión de envolvernos.

Arthur Volker, mi compañero de bunker, tiene indigestión. Dice que esto suele sucederle siempre que va a ocurrir algo. Incluso yo no puedo reprimir la sensación de incomodidad que me acosa. Tras la relativa calma habida durante los días pasados, no dejo de pensar en los masivos bombardeos que se están produciendo tierra adentro. La comida de hoy es, una vez más, una basura; un montón de grumos de avena sin carne, y salsa sin rastros de salchicha. Esperamos que todo esté tranquilo durante la noche y que no se produzca otra “falsa alarma”. A Arthur y a mí se nos asigna la tarea de vigilancia desde un puesto elevado. Es un servicio muy peligroso y desagradable por el viento que tienes que aguantar. hoy sopla una fuerte brisa procedente del mar, y la luna brilla intermitentemente entre las nubes. A medianoche tenía que sustituir a Arthur, y hasta entonces debería tratar de descabezar un sueñecito. Pero me fue imposible. No había forma de quedarse dormido y, a medida que pasaban las horas, me encontraba más nervioso. Intenté leer, valiéndome de la linterna Hindemburg, pero me resultaba difícil concentrarme. ¿Que diablos estaba pasando? La noche era de lo más serena, sin el menor ruido de motores. Solamente el viento silbaba entre los álamos. Dentro de un poco tendrían que relevar a Arthur. Puesto que no me era posible conciliar el sueño decidí relevarle pronto. Me vestí, me puse el correaje, comprobé mi pistola de señales y los cartuchos, y salí fuera del bunker. El aire fresco me produjo un escalofrío. Eché un vistazo alrededor, tratando  de ver en la oscuridad. Era algo muy extraño, tanta quietud no me resultaba normal. Me acerqué al puesto elevado entre los árboles y llamé a mi compañero: “Arthur, baja, no puedo dormir. Voy a relevarte ahora mismo”. Arthur descendió por la escala de mano, y me dijo: “Condenado viento. Hace un frío de perros y no ocurre absolutamente nada”. Sin más desapareció en la oscuridad de la noche. Subí a mi puesto y eché un vistazo a mi reloj. Todavía eran las doce menos diez minutos. Me coloqué los prismáticos alrededor del cuello, cargue mi pistola de señales y le quité el seguro. Me senté y traté de buscar una posición lo más confortable posible. Pocos minutos después pude distinguir el lejano pero familiar ruido de motores de aviones. “Maldita sea”, dije para mis adentros, “esta vez son bastantes, esperemos que no lancen sus bombas aquí”. Eran las doce y siete minutos cuando descubrí una constelación de lucecitas rojas y de un blanco brillante, desplazándose en dirección noroeste. Para cualquier soldado que tuviese un mínimo de experiencia, esto no podía significar más que una cosa: ¡¡ATAQUE ENEMIGO!!  Mi sentido común me dijo que aquella vez se trataba de la invasión. Tras la `primera impresión, cogí el teléfono que tenía en mi puesto y que estaba conectado con la jefatura del regimiento y me puse a girar la manivela como un poseído. Desde allí recibí respuesta: “Aquí, puesto de guardia, hable, cabo”.  Les puse inmediatamente al tanto de lo que había visto. Mientras tanto, el sonido de los motores se había acercado lo suficiente como para poder oírse con claridad desde nuestra posición. Centinela en puesto de mando: “Un momento, voy a avisar al oficial” . Puesto de mando del regimiento: “Aquí el teniente Peiser. ¿Que sucede?. ¡Informe!” Le informe de lo que sucedía: “Aquí el cabo Thiel, del pelotón; divisadas luces blancas y rojas en dirección noreste, hacia Cherburgo; intenso ruido de aviación. El enemigo esta atacando!!”

Como no se había colgado el receptor en el puesto de mando, me fue posible escuchar al teniente Peiser dando órdenes al centinela para que fuese a buscar al comandante, enseguida. Después pude oír cómo este último llegaba al puesto, y hasta conseguí entender algunas palabras sueltas de la conversación que mantenía: “esta tarde”, “franceses”, “¡maldita sea!”, ¿Por qué no se dio la alarma”, aquí una palabra que no logré entender. Comandante: “¡Pelotón, informe!”, Yo. “Aquí el cabo Thiel. Gran cantidad de luces en dirección a la costa y Cherburgo. El enemigo está atacando. Es la invasión, mi comandante. ¿Debo hacer sonar la alarma?”  Nuevamente mire el reloj, eran las doce y once minutos de la noche. Comandante: “¡Haga sonar la alarma! Que se presente el sargento mayor Geiss inmediatamente!” Y colgaron el receptor. Yo también colgué el teléfono de campaña, y me puse a gritar tan fuerte como pude: “¡Alarma, alarma!” Una y otra vez repetí: “¡Invasión, Invasión!” al tiempo que hacía varios disparos con mi pistola de señales.” El entrenamiento había terminado; había llegado la hora de la verdad. Las tropas británicas y aliadas que durante meses habían estado practicando, llevarían a cabo su primera acción en el segundo frente, con los fantasmas alemanes hechos realidad.

El actor Richard Todd, posiblemente más conocido por su papel en la película “El Día más largo”, que por su actuación real el Día D, procedía del Centro de Instrucción de Oficiales en Sandhurst, y se incorporó a la 6ª División Aerotransportada. Su batallón iba a estar en primera línea el Día D.

“Iba a ir en el avión marcado con el número 33. Habíamos estudiado con todo detalle nuestras tablas de carga en el avión, desde el punto de vista de lo que tenía prioridad, quién debería llevar tales y cuales armas, y quién tendría que llevar con él algunas otras cosas. En primer lugar, en aquella noche tan particular, nos encontrábamos en una especie de campamento de carromatos, en Salisbury Plain, que desde hacia como una semana estaba rodeado de alambradas; incluso nuestros abastecimientos y alimentos se descargaban en depósitos provisionales, al otro lado de las puertas de las alambradas, y nuestros propios compañeros tenían que salir a recogerlos, porque no se permitía hablar con nadie. Aproximadamente una semana antes del Día D, se nos informó; y entonces supimos dónde, cuándo, cómo y todo lo relativo a este día. No tuvimos, en absoluto, ninguna comunicación con el mundo exterior, excepto yo, que como era ayudante auxiliar se me envió un día al Cuartel General del Comando Sur. Estaba aterrado. Pensaba, “Dios mío, espero tener la boca cerrada”. Conocíamos todos los aspectos, todo el plan. Sabíamos cuál era nuestro cometido particular y teníamos cajones de arena que reproducían la zona en la que íbamos a saltar, y conocíamos al detalle cada árbol y cada casa. Disponíamos de gran cantidad de mapas y, a diario, nos llegaban nuevas remesas de fotografías aéreas recientes, para que las interpretara nuestro oficial de inteligencia. Estábamos extrañados porque veíamos cómo el enemigo excavaba muchos agujeros pequeños hasta que descubrimos que en ellos estaban colocando postes, , que unían con alambre, como defensas contra los planeadores. También se divisan grandes zonas inundadas. La noche del Día D, o la anterior, a eso de las 23,00, rodeamos el perímetro del aeródromo, cada patrulla de paracaidistas en un camión de 3 Tn.., que se paró cerca de su correspondiente avión numerado. El mío se detuvo frente al avión 33, que era en el que se iba a embarcar y del que yo sería el primero en saltar. El piloto y la tripulación del aparato estaban alineados junto al avión ; estrecharon nuestras manos y nos desearon suerte y todas esas cosas. El piloto era un oficial muy antiguo, comodoro del Aire o algo así. Con una gran alegría me dijo: “Como soy el oficial más antiguo y tenemos una tripulación que es una joya, esta noche vamos a ir en cabeza”. Pensé:” Yo, Dios mío, voy a ser el primero en saltar del primer avión”, pero no podía discutir con él porque el piloto era más antiguo que yo y no procedía que le dijera:”mire, esto modificará nuestros planes de carga” . Así que embarqué y realmente este hecho me salvó la vida. Dentro de un minuto contaré porqué. Creo que la gente pensaría que yo estaba muy tranquilo porque me quedé dormido durante el vuelo, pero esto es una cosa frecuente en mí. Cuando estoy muy preocupado o deprimido por cualquier causa, tengo la tendencia a hacer como las viejas avestruces, poner mi cabeza en la arena y echarme a dormir. Y aquella noche yo estaba muy preocupado. Me desperté, me puse en la fila y enganché. Se encendió la clásica luz verde y saltamos, yo el primero. Por cierto, al fondo del Stirling había una compuerta grande, con espacio suficiente para que pudieran ocuparlo dos hombres con las piernas abiertas; y que luego, a la voz de “fuera” , las juntaran para impulsarse, y saltaran. El hombre que estaba detrás de mí tuvo que agarrarme, porque el avión se movía bastante dando bandazos. Podía haber caído fácilmente al vacío, y de hecho algunos cayeron sobre el mar, porque sólo tenía una mano libre para sujetarme y, adosadas a las piernas, llevaba bolsas con equipo personal y dotación. Una de estas bolsas estaba repleta con una pequeña balsa hinchable de goma, y en la otra llevaba zapapicos y palas para excavar trincheras. Antes del salto te las sujetabas a las piernas y una vez fuera del avión, en el aire, soltabas el cordón de sujeción y las bolsas iban cayendo, con unos 6 metros, y quedaban suspendidas. Salté, y descendimos desde una altura de 120 metros, lo que quiere decir que permaneceríamos en el aire unos 7 segundos, lo que no es mucho tiempo. Con la confusión que se produce en esos momentos, dejé que una maldita bolsa, la de mi pierna derecha, se deslizara de golpe, en lugar de irla soltando poco a poco, pasándola de una mano a otra. Esta caída libre de la bolsa me produjo un gran escozor muy intento, como si me quemara mi mano derecha. Luego sentí el golpe de llegada a tierra. Habíamos jugado con el factor sorpresa. Se inició una cierta actividad con fuego antiaéreo ligero y pudimos ver cómo a nuestro alrededor zumbaban las balas trazadoras. Sin embargo, ninguna nos alcanzó, porque realmente todavía no había empezado el gran espectáculo; y cuando ya en tierra estaba tratando de quitarme el atalaje del paracaídas y miré hacía arriba, vi que otros aviones estaban siendo alcanzados por los disparos. Para entonces, las defensas terrestres ya se habían dado cuenta de lo que estaba ocurriendo y habían entrado en acción los cañones pesados antiaéreos. Todos los aviones marcados con números treinta fueron derribados y realmente ahí estuvo mi suerte, ya que había saltado en primer lugar.”

“John Leopard mandaba una sección de cuatro obuses de 95 mm montados sobre tanques Centauro, que formaba parte de una potente unidad de 100 tanques, constituida para proporcionar apoyo inmediato a la infantería de asalto.”

“Me desperté antes de que amaneciera el día que iba a ser uno de los más importantes de toda mi vida. Tras haber dormido un poco inquieto, sobresaltado por los movimientos del barco, a lo que se añadía mi propio estado anímico interior, llevé a cabo de modo automático todos los preparativos, como cualquier otro día corriente. Me aseé , comprobé  mis escasas pertenencias y guardé mi ración de tan sólo dos onzas de tabaco. ¡Era una cantidad realmente ridícula, pero me daba cuenta de que podía sentirme  bastante afortunado por contar con tan razonable provisión! Salí a la cubierta donde se hallaban los tanques , húmeda por el rocío marino y barrida por el viento. A la media luz del cercano amanecer se recortaban las oscuras siluetas de los tanques, erguidas sobre sus chirriantes cadenas. Uno de mis muchachos  estaba tumbado en la húmeda cubierta sin que esto le preocupara demasiado porque estaba totalmente mareado. Le puse de pie  y le llevé despacio a la cubierta de comedores. Luego subí al puente de mando, lo rodeé, salí a la estrecha cubierta de popa y me detuve para observar a los barcos que navegaban detrás de nosotros. La estela de nuestro barco parecía una exhibición de policromas luces fosforescentes que resultaban especialmente inadecuadas en un ambiente, y un día, en el que la belleza era la última cosa en que se podía pensar. Estaba allí, completamente solo, cuando me percaté de que tenía que reprimir un sentimiento, muy parecido al pánico, que me impulsaba a saltar por la borda y nadar de vuelta a casa. Me dirigí a la cubierta de comedores, en la que el sargento había reunido a los hombres, que, una vez aseados y vestidos, estaban listos, en todos los aspectos, para empezar una nueva jornada. Los alineamos y el sargento les dio el grog (típica mezcla  marinera de aguardiente, o ron, con agua). Resulta curioso que, cuando los soldados se enfrentan a una situación particularmente arriesgada, se vuelven ruidosos, cuentan chistes atroces que celebran con enormes risotadas y por lo general se comportan como si la vida fuera una gran fiesta. En esta ocasión, en la que ni siquiera podíamos pensar en nuestras posibilidades de supervivencia, todos estábamos inexplicablemente alegres. Nos encontrábamos ahora bastante cerca de los temibles buques lanzacohetes que actuaban a popa de nuestro barco, a poca distancia, y que lanzaban sus proyectiles por encima de nuestras cabezas. Cada uno de estos buques llevaba 1.000 cohetes que disparaban en series de descargas. Si los hubiéramos lanzado todos, al mismo tiempo, hubieran puesto en grave peligro la propia estructura del buque. Nunca nos habían gustado demasiado estos cohetes porque, como si fueran nubes errantes, pasaban demasiado cerca de nuestras cabezas. Teníamos miedo de que pudieran chocar entre ellos sobre nosotros o que se desviaran sobre nuestro barco. En una ocasión, ciertamente dramática, se lanzaron estos cohetes hacia una zona que era, a la vez, el objetivo de uno de nuestros aviones que había de atacar en picado. Presentí la tragedia diez segundos antes de que sucediera. El avión explosionó convirtiéndose en una bola de fuego.

 Antes de que llegáramos al agua, el tanque se estremeció violentamente. Tuve el convencimiento de que nos habían alcanzado. Comprobé, sin embargo, que no había ocurrido nada demasiado grave en el compartimiento del conductor, por lo que supuse que lo sucedido no era realmente importante. Más tarde encontré una brecha en la torre, como unos 30 cm. de larga y una profundidad de alrededor de 2,5 cm. en el centro. Si el potente proyectil antitanque que había dejado una marca tan profunda en la coraza de la torre nos hubiera acertado con un ángulo un poco menos agudo, podría haber sido el final para nosotros. En el plan establecido se había fijado que la oleada inicial desembarcara más abajo de los primeros obstáculos, con el fin de que los hombres del Real Cuerpo de Ingenieros pudieran encargarse de limpiar la zona antes de que subiera la marea, evitando así que las tropas que llegarán después se encontraran con el peligro que suponían dichos obstáculos –que para entonces estarían sumergidos– y que podrían causar daños considerables. Me vino a la mente la idea de que si el equipo que planeó la operación hubiera contado con un timonel de yate con suficiente experiencia, se hubiera dado cuenta de que, con los fuertes vientos de poniente que desde hacía varios días azotaban el canal, los ciclos de las mareas podrían haberse adelantado en relación con las previsiones de las tablas y, como consecuencia también la Hora H debiera haberse adecuado. Cuando todavía estaba intentando esquivar los ya mencionados obstáculos, advertí algunos ruidos raros, intermitentes, que procedían de nuestros motores. En ese momento, el conductor me informaba de que el agua le llegaba a los tobillos, a pesar de los cual seguimos avanzando como pudimos, hasta que nos reunimos con otros dos Centauros, momento en que ordené  que se abrieran las llaves de desagüe. Eché un vistazo hacia atrás y se confirmó lo que sospechaba. Tanto nuestras tomas de agua como los tubos de escape estaban agujerados, por orificios producidos por las balas. Ya habíamos alcanzado la posición que se nos había ordenado y estábamos junto a los otros dos Centauros que habían desembarcado muy poco tiempo después que nosotros. Ahora teníamos que obligar a los alemanes a que mantuvieran sus cabezas tan bajas como fuera posible, para facilitar la labor de los Fusileros Canadienses de la Reina, que estaban empezando a llegar a tierra. Con el ambiente de devastación que nos rodeaba por todas partes, difícilmente podía admitir que mis cinco tanques no hubieran sufrido daños graves y que no hubiéramos tenido bajas. Durante el pasajero período de relajación calma que se produjo, ordené a las tripulaciones de todos los tanques que salieran al exterior para quitar los cuerpos que las olas habían arrojado al sitio por donde teníamos que pasar. Mientras los cuerpos estuvieran allí, aún suponiendo  que no quedara alguno con vida, no podía seguir avanzando con los tanques.”

 

“Con sólo 19 años, Bill Williams  se incorporó al Rasc, asignado a los suministros de la 3ª División Canadiense. Abandonando por propia voluntad una vida que hasta entonces había sido segura, su primera incursión en el extranjero, el Día D, consistió en una misión de descubierta.”

“Fue cerca de la medianoche cuando nos percatamos de que estábamos moviendo. Se palpaba el aumento de la tensión. Por fin nos llegó la orden de ponernos el equipo y prepararnos para bajar a la plataforma de vehículos. No se percibía ningún ruido, salvo el ronroneo monótono de los motores de los barcos; a las seis de la madrugada notamos que nos habíamos detenido. Una vez en el observamos que estábamos por lo menos a tres mil doscientos metros de la costa, que podíamos divisar desde nuestra posición. La mar estaba atestada de barcos, de todos los tipos y todos los tamaños. Los destructores disparaban hacia tierra sobre nuestras cabezas. En ese momento avanzábamos trabajosamente, tan despacio que, a veces, parecía que no nos movíamos. La velocidad normal de las DUKW es de unos 4 nudos (aprox. 6,5 km/h), pero cargadas y con fuerte marejada, nuestra velocidad era apenas de 2 nudos. Supongo que lo que ocurría sobre la playa podría describirse como un caos organizado. Había salido un barco para servirnos de guía y los ingenieros habían hecho un trabajo formidable eliminando los obstáculos de las playas, que habían apilado en enormes montones. No puedo asegurar cuantas lanchas de desembarco habría allí en ese momento; un buen número de ellas estaban ardiendo, alcanzadas por los proyectiles. Sin embargo, prescindiendo de las granadas que de vez en cuando caían sobre la playa, no había nada que hiciera pensar en una situación realmente peligrosa. Entendimos que los canadienses habían avanzado hacia el interior como unos 800 a 1.200 metros. Éramos conscientes de que se estaba produciendo mucho fuego artillero; los barcos continuaban disparando contra varios tierra adentro, nosotros seguíamos en tensión y, en resumen, se podría decir que reinaba una confusión organizada. La propia playa se hallaba repleta de restos y despojos de todo tipo, y bastantes lanchas de desembarco ardían a la orilla del mar. Mi primer Shock se produjo cuando tropecé con el primer cadáver. Nunca antes, en mi vida, había visto un muerto. Particularmente este camarada presentaba un aspecto inmaculado, justo como si estuviera en posición de firme, con su mochilla y su correaje maravillosamente limpios. El estaba allí y tuvimos que pararnos un momento, justo a su a lado. Era como si, estando en posición de firme se hubiera caído de boca. Yo me quede totalmente impresionado y no podía apartar mis ojos de él. Vimos bastantes más cadáveres esparcidos por los alrededores, porque lo que el Cuerpo de Sanidad había hecho era empezar a ocuparse de los heridos para poder evacuarlos, y recoger luego los cadáveres. Había un francotirador en la torre de la iglesia y tuvimos que esperar a que lo eliminaran. Seguimos hacia el centro de este pequeño pueblo y, cuando apenas habíamos andado una manzana, nos volvimos hacia el campo abierto. Al inspeccionar un vallado, vimos que la mayor parte de un rebaño de vacas estaba muerta, con las patas por alto, lo que me afectó, pues yo procedía del campo. Una vez que desmontamos y descargamos las municiones, apilándolas en montones, fuimos escoltados hacia retaguardia a través de Courselles y a lo largo de un mal camino, hasta los alrededores de Bernières-sur-Mer. De allí salimos a una fantástica carretera particular de un castillo que había quedado absolutamente  destrozado. Lo rodeamos y salimos a la parte trasera en la que había unos huertos, y donde se nos ordeno que nos dispersáramos. Nos llegaban muchos ruidos, pero era como si estuviéramos totalmente ausentes. Nos sentíamos muy contentos de haber conseguido llegar sanos y salvos hasta allí. Íbamos juntos y nos refugiamos en el ramal de una gran trinchera, cavamos una especie de escalón para poder sentarnos y cubrirnos la parte de arriba con ramas de manzano que los proyectiles habían arrancado de los árboles. Completamos la cubierta con una capa de tierra, comimos un guisote caliente y no hicimos otra cosa que fumar y comentar los sucesos del día.”

 

“Charles Wilmont, comandante de tanques, del 24º Regimiento de Lanceros, desembarcó con sus hombres en la playa de Arromanches. No podía suponer que su tanque quedara fuera de combate tan rápidamente.”

“Sabíamos exactamente lo que teníamos que hacer, puesto que antes del Día D habíamos realizado muchos ejercicios de entrenamiento. Estábamos instalados en Forddinbridge y sus alrededores, esperando la orden de partir. Teníamos nuestras tripulaciones al completo, con todas las armas y, lo que es más importante, todo el tanque absolutamente cerrado. Le habíamos colocado varias planchas inclinadas por encima para protegerlo de las famosas olas de dos metros. Habíamos pasado semanas y semanas taponando todas las rendijas con un material plástico parecido a la plastilina. Tuvimos que rellenar todas las juntas, tapando y sellando herméticamente los cañones y las torretas.  Durante los preparativos se nos habían facilitado Rinos. Eran unas enormes plataformas dotadas de motores para poder controlarlas. La idea era que saliéramos de las LST y ocupáramos las Rinos. Esto en el supuesto de que las LST no pudieran acercarse a las playas lo suficiente. Habíamos practicado la maniobra para subir desde las rampas hasta las Rinos y pararnos en el centro. No era tan fácil como parece, puesto que las Rinos podían deslizarse hacia el agua. Ninguno de los tanques se cayó, aunque faltó poco. Pero sucedió que perdimos los Rinos durante la travesía. Se soltaron de los remolcadores. Quedaron allí, en el canal, a la deriva. No tengo ni idea de donde pudieron ir a parar. Afortunadamente no los necesitamos porque nuestro barcos se acercaron a la playa todo lo que pudieron, hasta un lugar en el que el agua tenía poco más de medio metro de profundidad.  Estábamos listos para continuar la marcha el día 5, pero el tiempo era tan malo que tuvimos que desistir. Estábamos expectantes. Más tarde llegó la orden “Avanzad” , lo que era una buena señal. Había barcos que iban y venían en todas las direcciones, en formaciones de punta de flecha, encaminándose hacia sus playas específicas. Conforme nos íbamos acercando, la Armada recorría las playas arriba y abajo, y sus barcos lanzacohetes nos despejaban el terreno antes de que desembarcáramos. Me fije en un buque hospital que estaba precioso por la noche , con todas las luces de la Cruz Roja encendidas. Tuvimos que soportar un ataque aéreo, que luego se repitió intermitentemente, si bien el barco hospital no fue alcanzado por ninguna bomba. Cuando estábamos a punto de llegar a las playas, los jefes de Desembarco organizaron nuestra salida de las LST para dirigirnos a tierra. Disponíamos de una pequeña carga explosiva para desprecintar el equipo y poder, después, utilizar los cañones. Las playas estaban repletas de minas y teníamos que ir siguiendo las cintas blancas que nos indicaban los senderos en los que las minas se habían eliminado, aunque lo peor de todo fueron los francotiradores. De todos modos no pude proseguir durante mucho tiempo. Una granada de mortero de 3,5 kilos nos cayó encima, explotando en la parte posterior del tanque y, como consecuencia, nos lanzó a todos hacia el fondo. Todo quedó destruido al generalizarse la explosión por simpatía, lo que quiere decir que la potencia del proyectil que nos había alcanzado provocó la explosión de la municiones situadas alrededor del tanque. Había una granada dentro del tubo y la presión también la hizo explotar. Mi brazo quedó destrozado al retroceder el cañón. Logramos arrastrarnos fuera del tanque y al poco rato llegaron los servicios sanitarios con un vehículo semioruga. Nos evacuaron hacia retaguardia, a las playas donde estaba Sanidad. Me metieron en el botiquín donde estuve día y medio esperando, antes de que me trasladaran al barco hospital. En el barco había un buen número de jóvenes alemanes, y dos de ellos murieron porque no quisieron recibir asistencia médica”


 

Friedrich August von der Heydte, era comandante del 6º Regimiento de Paracaidistas, integrado en la 2º División, mandada por el comandante general Ramke, que a partir del 6 de Junio  intervino en los combates de la costa francesa. En 1941 conspiró secretamente contra Hiter.”

“Me encontraba al norte de Periers, cubriendo la playa de Utah, justo en el centro de la península, en la parte más occidental de Normandía. Lo más curioso era que los alemanes habían esperado el desembarco al norte de la zona en la que realmente se estaba llevando a cabo, al oeste de Ste. Mére- Eglise. El primer día no recibí ninguna orden. Yo era mi propio jefe. La mayor parte de los jefes divisionarios habían sido citados en Rennes para un ejercicio operativo. Intente comunicarme con el general Marcks, comandante de cuerpo. La única manera de contactar era a través de la red telefónica normal francesa, pero debido a las acciones de espionaje, nos habían prohibido su uso. Tampoco podía enlazar por nuestra propia red, porque la Resistencia Francesa se había preparado bien para la invasión, saboteando las líneas telefónicas existentes. Cuando llegué a St. Cosme du Mont lo primero que hice fue observar lo que estaba sucediendo. Conseguí la llave de la torre de una vieja iglesia y subí para echar una ojeada a la costa. Sabía que tenía que contarle al general Marcks lo que había visto. Quería decirle, en mi opinión, las fuerzas que teníamos no estaban en condiciones de ofrecer una resistencia vigorosa a las tropas invasoras. Había bunkers a lo largo de la costa, separados unos de otros por unos 1.600 metros, y de los tres que yo podía ver, sólo uno estaba disparando contra los americanos. Naturalmente en todos los bunkers había guarnición, pero sólo desde uno estaban haciendo fuego entonces. En mi opinión, temían por sus vidas, ya que pensaban que podían ser eliminados fácilmente por los soldados invasores. Únicamente uno de los bunkers cumplía con su deber obligando a los americanos a emplearse a fondo. Tuve la sensación de que mis soldados eran muy vulnerables sin apoyo artillero. Contábamos con una Compañía de morteros pesados de 120 mm. Les di la orden de los emplazaran rápidamente en vanguardia y comenzaran a disparar.

Cuando descubrí a las tropas invasoras transmití por radio la orden al Regimiento, pero no me atreví a utilizar el mismo procedimiento para alertar al puesto de Mando. Di un rodeo y cruce por donde estaba una de nuestras baterías con la sorpresa de hallarla totalmente abandonada. Esta era la segunda línea defensiva. La correspondiente a la artillería, con seis cañones desguarnecidos aunque dispuestos para hacer fuego, y con cajas de munición abiertas al costado izquierdo de cada una de las piezas. No se que les había pasado a los artilleros, mi opinión fue la de que habían desertado, aunque también era posible que hubieran recibido alguna nueva orden. Por todas estas razones lo único que tenían que hacer las tropas norteamericanas era darles la vuelta a los cañones y disparar con ellos contra nuestros hombres.  Yo no tenía artilleros disponibles, por lo que los cañones no me servían para nada. Cuando al fin conseguí contactar con Marcks le conté todo lo que había visto. Le dije que trataría de defender la línea al norte de St. Cosme du Mont y el estuvo de acuerdo. Sin embargo, luego tuve que dejar el pueblo por dos razones. En primer lugar, porque alguien, no se quien, había ordenado a los Ingenieros que destruyeran todos los puentes y, por lo tanto, no teníamos ningún itinerario de retirada desde St. Cosme du Mont a Carentan. Después tuvimos suerte. Fue al segundo a tercer día cuando a todas las fuerzas que estábamos al norte de Carentan, incluyendo la Plana Mayor del Regimiento, se nos mandó retirarnos hacia el sur, ante el temor de que nos rodearan. Los americanos atacarían hacia el oeste y tal ataque podría colocarles al sur y detrás de mi, por lo que pensé que no, tenía ningún sentido el permanecer en St. Cosme du Mont y que era preferible, en su lugar, defender Carentan porque, en mi opinión, ésta localidad era mucho más importante. ¿ Pero como demonios podríamos llegar a Carentan?  Todos los puentes habían sido volados. Por eso, casi todos los componentes de mi Regimiento, un batallón reforzado, tuvimos que influtarlo metiéndonos en el agua. Nos cubría hasta el pecho y teníamos que llevar las armas pesadas con nosotros. Pero no teníamos más remedio que hacerlo así. Y gracias a Dios, los americanos no se percataron de ello. Continuaron atacando St. Cosme du Mont. Dos de mis soldados se ahogaron. Uno era un judío que se había alistado en el ejército usando un nombre falso. En mi regimiento había dos judios. Los dos tuvieron que utilizar nombres falsos. Uno de ellos era sobrino de Albert Schweitzer, el famoso médico alemán, y el otro era hijo de un aristócrata alemán, cuya mujer era judía. En Carentan tenía parte del 2º y del 3er. Batallón, así como algunas otras unidades del Regimiento, tropas del Servicio de Inteligencia, etc. Además, se me había asignado un batallón de refuerzo, integrado por soldados procedentes de la URSS, concretamente georgianos. Eran anticomunistas y luchaban al lado de los alemanes. Eran buenos combatientes, pero no soportaban los bombardeos aéreos. Los bombarderos americanos atacaron mi regimiento durante todo el día, en las proximidades de Carentan y, después del ataque, como consecuencia, desertaron los gerogianos.  Los combates más encarnizados tuvieron lugar en la zona noroeste de la ciudad. Los americanos habían conseguido atravesar la zona inundada, por el puente del ferrocarril que mi 2º Batallón había utilizado. La única manera de destruir este puente hubiera sido un bombardeo aéreo, pero la Luftwaffe estaba ausente por la superioridad de la Fuerza Aérea americana. No vi ni un sólo caza alemán. Como decíamos entonces, “tenemos la tierra, pero el cielo pertenece a los americanos”. De ahí que, en mi opinión, el factor decisivo para los americanos fue su superioridad aérea y, en segundo lugar, la falta de unidad entre la fuerzas alemanas.”

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