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Las tropas españolas durante la guerra de Yugoslavia

Los conflictos bélicos en los 90 han acompañado a la desmembración de la antigua Yugoslavia —Eslovenia (1991), Croacia (1991 y 1995), BosniaHerzegovina (1992-1995) y Kosovo (1998-1999)— y han representado un punto de inflexión en la historia reciente

La guerra de Bosnia ha sido la más sangrienta que se ha combatido en Europa desde 1945 y su episodio más atroz, la matanza de prisioneros musulmanes tras la toma de Srebrenica por los serbios en julio de 1995.

Tropas españolas en YugoslaviaConstituyó no sólo el más grave crimen masivo que ha tenido lugar en Europa durante el último medio siglo, sino también uno de los momentos más trágicos en la historia de la ONU, que dos años antes había declarado a ésta y otras ciudades bosnias «áreas seguras», pero se mostró de hecho incapaz de garantizar su seguridad. La guerra de Bosnia condujo también a que, por primera vez en su historia, fuerzas de la OTAN realizaran en 1994 y, sobre todo, en 1995 operaciones de combate, que fueron expresamente autorizadas por la ONU y contribuyeron de manera sustancial a que los serbios terminaran por aceptar el plan de paz de Dayton. Y por último la guerra de Kosovo ha supuesto una intervención armada de la OTAN sin autorización previa de la ONU y dirigida contra un Estado soberano, la nueva Yugoslavia, en razón de la negativa de ésta a dar a un problema interno una solución que resultara aceptable para la comunidad internacional. Es por tanto difícil exagerar la importancia de los dilemas éticos y políticos que la desmembración de Yugoslavia ha planteado a la comunidad internacional y singularmente a los Estados europeos. Para España ha representado además la culminación de su proceso de integración en el sistema de defensa occidental. En 1994 las Fuerzas Armadas españolas entraron en combate contra un enemigo exterior en territorio europeo, algo que no ocurría desde el fin de las guerras napoleónicas (si se exceptúa el peculiar caso de la División Azul durante la II Guerra Mundial). España, que no fue beligerante en las dos guerras mundiales y sólo ingresó en la OTAN en la etapa final de la Guerra Fría, se ha incorporado de lleno a la nueva política de seguridad euroatlántica que ha surgido tras el final de aquella.

La participación militar española: de la bandera de la ONU a la de la OTAN

El singular papel jugado por dos personalidades españolas, Carlos Westendorp y Javier Solana, ha dado relieve a la intervención española en los conflictos de la antigua Yugoslavia. El primero contribuyó en nombre de la comunidad internacional, como Alto Representante para la Implementación del Acuerdo de Paz, a la lenta marcha de Bosnia hacia la normalidad. Y el segundo se encontró en el puesto clave de Secretario General de la OTAN cuando ésta afrontó la arriesgada decisión de intervenir militarmente contra Yugoslavia.

Antiguo crítico de la OTAN, ministro en sucesivos gobiernos de Felipe González, Solana ejerció al frente de aquélla sus cualidades de trabajador infatigable y hombre de diálogo para, en palabras de un prestigioso semanario británico, «tender puentes» entre el Oeste y el Este, entre Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia. Luego llegó la crisis de Kosovo, el momento de mayor crisis en las relaciones entre Rusia y Occidente desde el final de la Guerra Fría, pero su gestión durante aquellas semanas dramáticas no hizo sino consolidar su prestigio internacional, que le ha conducido a asumir la responsabilidad de poner en marcha la nueva política exterior y de seguridad común (PESC) de la Unión Europea.

Un español se ha convertido en el primer «diplomático en jefe de Europa», en expresión del mismo semanario. Al margen de la aportación excepcional de Solana y Westendorp, la intervención española en los conflictos balcánicos, tanto en el de Bosnia durante el gobierno de Felipe González como en el de Kosovo durante el de José María Aznar, ha sido simplemente la de un país de la OTAN de dimensiones medias, ni más ni menos. Esto sin embargo representa mucho, si recordamos la larga experiencia de relativo aislamiento internacional de España. La plena incorporación de España a la estructura militar de la OTAN sólo se produjo a fines de 1996, un año después de que terminara la guerra de Bosnia, por iniciativa del gobierno de Aznar y a través de un amplísimo consenso parlamentario, que sólo tuvo una discrepancia significativa, la de Izquierda Unida, en contraste con la intensa polémica que acompañó la entrada de España en la OTAN. La intervención militar española en los conflictos balcánicos se inició el 25 de julio de 1992, cuando la fragata Extremadura se incorporó en el Adriático a la agrupación naval de la UEO que tenía como misión vigilar el cumplimiento de las sanciones impuestas a las antiguas repúblicas yugoslavas de Serbia y Montenegro. La participación del Ejército de Tierra se inició el 27 de octubre del mismo año con la incorporación del primer contingente español a la recién desplegada UNPROFOR, la fuerza de protección de la ONU en Bosnia. El Ejército del Aire se sumaría al año siguiente a las operaciones destinadas a hacer efectiva la prohibición de vuelos sobre Bosnia acordada por la ONU. Y a su vez la Guardia Civil participó en la operación de embargo fluvial en el Danubio. Estos primeros pasos de la participación española se realizaron pues en el estricto marco de las decisiones de la ONU y con un doble objetivo, humanitario por un lado y de control por el otro. La aportación más destacada fue posiblemente la de los cascos azules españoles desplegados en Mostar, cuya labor humanitaria en esta ciudad desgarrada por los combates interétnicos ha quedado fijada para el recuerdo en la denominación de Plaza de España que hoy lleva una de sus encrucijadas. Inicialmente no se trataba de misiones de combate, pero esto cambió en 1995, cuando la intervención internacional en Bosnia experimentó una transformación cualitativa. En aquel verano la ONU fue humillada por las milicias serbias de Bosnia, que primero tomaron como rehenes, durante tres semanas, a casi cuatrocientos cascos azules, algunos de los cuales fueron encadenados a posibles objetivos de la aviación internacional a modo de escudos humanos (mayo-junio), y luego perpetraron la atroz matanza de Srebrenica (julio) Tras ello la OTAN optó por emplear su poderío aéreo contra las posiciones serbias de Bosnia, en virtud de la autoridad que le daba la resolución 836 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los ataques aéreos decisivos se produjeron entre el 30 de agosto y el 20 de septiembre de 1995 y en ellos participaron los cazabombarderos F-18 españoles, destacados en la base aliada de Aviano, en Italia. La presión en tierra de las tropas bosníacas y croatas, combinada con los ataques aéreos de la OTAN, forzaron a los serbios de Bosnia a aceptar un acuerdo de paz impuesto por mediadores internacionales, en concreto norteamericanos, después de haber rechazado durante años otras propuestas8. La aplicación del acuerdo de paz de Dayton fue vigilada por una fuerza militar dirigida por la OTAN, la IFOR (fuerza de implementación), que sustituyó a los cascos azules de UNPROFOR y que desde diciembre de 1996 pasó a denominarse SFOR (fuerza de estabilización). Tanto en la IFOR como en la SFOR han participado estados ajenos a la OTAN, incluida Rusia, pero la dirección ha correspondido siempre a la Alianza Atlántica.

El contingente español se integró, junto con efectivos franceses, italianos y marroquíes, en la División Multinacional Sudeste, bajo mando francés y con sede en Mostar, la ciudad a la que desde el primer momento había estado vinculado el esfuerzo humanitario de las Fuerzas Armadas españolas. La misión de SFOR ha contribuido indudablemente a dar cierta estabilidad a Bosnia, pero no la suficiente para que pueda producirse su retirada en un futuro inmediato. El resultado es que España sigue manteniendo en Bosnia, bajo la bandera de la OTAN, un esfuerzo iniciado ocho años antes bajo la bandera de la ONU. A ello se ha sumado el nuevo compromiso asumido en Kosovo, de manera que a comienzos del año 2000 España mantenía 1.560 soldados como efectivos militares en Bosnia y 1.200 en Kosovo. La diferencia entre ambos casos es que en el segundo la intervención no se inició como una operación fundamentalmente humanitaria dirigida por la ONU, sino como una ofensiva aérea contra un Estado soberano decidida por la OTAN al margen del Consejo de Seguridad de la ONU. El 24 de marzo de 1999 las fuerzas aéreas aliadas, entre las que se contaban cazabombarderos F-18 españoles, iniciaron la operación Fuerza Determinante, que tras algo más de 38.000 misiones de vuelo, incluidas casi 10.500 de ataque aéreo, condujo a que Yugoslavia aceptara el 3 de junio un plan de paz. El 10 de junio el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas votó la resolución 1.244, que organizó la administración internacional de Kosovo. Las fuerzas yugoslavas se retiraron de la provincia y el 11 de junio comenzó a penetrar en ella la fuerza de intervención internacional (KFOR). De los efectivos totales de esta fuerza, unos 49.000, España aportó 1.200, pertenecientes a la Brigada de la Legión, que se integraron en la Brigada Multinacional Oeste, bajo mando italiano, de la que forman parte también tropas portuguesas. Y efectivos de la Guardia Civil se han incorporado a las tareas policiales internacionales, cruciales para el restablecimiento de la normalidad. Cuando esto se escribe la KFOR está al mando de un general español, Juan Ortuño.


La percepción de la opinión pública

La intervención española en Kosovo, como antes en Bosnia, ha tenido un amplísimo respaldo parlamentario. Izquierda Unida ha sido la única fuerza política importante que condenó en su momento los bombardeos de Yugoslavia, y sus pésimos resultados en las elecciones municipales de aquel mes de junio no parecían indicar que muchos ciudadanos le estuvieran particularmente agradecidos por su campaña de denuncia de la OTAN. Pero de ello no se puede deducir que exista una sintonía entre el pueblo español y sus representantes políticos acerca de la participación de nuestro país en la política de seguridad común, por la que hemos optado con nuestra integración en la OTAN y la Unión Europea. Lo cierto es que hay bastantes indicios de que la sociedad española no siente una excesiva preocupación por los temas de seguridad exterior. De ahí que uno de los tres objetivos básicos de la Directiva de Defensa Nacional adoptada en 1996 fuese precisamente el de «conseguir que la sociedad española comprendiera, apoyara y participara con mayor intensidad en la tarea de mantener un dispositivo de defensa adaptado a nuestras necesidades, responsabilidades e intereses estratégicos». Resulta por tanto del mayor interés comprobar cuál ha sido la actitud de los españoles hacia la intervención de la OTAN y de España en los conflictos de Bosnia y Kosovo. Tales conflictos tuvieron lugar en un contexto de limitada aceptación por parte de los españoles de la pertenencia de nuestro país a la OTAN. En el confuso referéndum de 1986 la permanencia de España fue aprobada por un margen bastante escaso: sólo el 60 % de los electores ejercieron el derecho al voto y de los que lo hicieron un 52 % votó a favor, un 40 % en contra y un 6 % en blanco. Diez años después, una encuesta de ASEP revelaba el apoyo a la permanencia en la Alianza por parte de casi la mitad de los ciudadanos, pero también un rechazo a la misma por más de un tercio, con una marcada diferencia según la actitud ideológica de los encuestados, de tal manera que únicamente quienes se situaban en la extrema izquierda la rechazaban.

Respecto a la intervención en Bosnia, parece claro que las dramáticas imágenes de Sarajevo asediada convencieron a muchos españoles de que algo había que hacer para poner fin a esa situación. En mayo de 1993 un 70 % de los encuestados por el CIS seguían con bastante o mucho interés la guerra de Bosnia, un 65 % creía que se estaban cometiendo atrocidades especialmente graves y un 60 % pensaba que la Comunidad Europea había hecho pocos o muy pocos esfuerzos por solucionar el conflicto. En cuanto a la presencia de tropas españolas en función humanitaria, casi el 80 % estaban totalmente o bastante de acuerdo con que se hubieran enviado e incluso en que se enviaran más. Pero si la cuestión era el envío de tropas españolas en función de interposición, es decir de separación, entre los bandos contendientes, la opinión era mucho menos unánime: algo más del 40 % de los encuestados estaban a favor y otros tantos en contra. Y la eventualidad de una intervención armada era rechazada por una amplia mayoría: el 65 % de los encuestados creían que, a pesar de anteriores fracasos, la comunidad internacional debía seguir presionando diplomáticamente para conseguir un acuerdo negociado y sólo un 25 % era favorable a adoptar medidas militares para imponer la paz a los bandos contendientes.Y en todo caso, si la ONU optaba por esta solución, sólo un 23 % pensaba que las tropas españolas debieran formar parte de la fuerza multinacional que llevase a cabo acciones militares para imponer la paz, mientras que el 68 % estimaba que debían limitarse únicamente a misiones humanitarias o de interposición1. Dos años después, en mayo de 1995, es decir en vísperas de la caída de Srebrenica, parecía notarse en la opinión española un menor interés por el conflicto bosnio, quizá por un efecto de cansancio ante el estancamiento de la situación. Por entonces sólo un 50 % de los encuestados por el CIS seguían con bastante o mucho interés el tema y, lo que resulta más interesante, más del 70 % declaraban que realmente no conseguían entender sus causas. El cansancio se manifestaba también en la división de opiniones acerca de si las fuerzas multinacionales debían permanecer en Bosnia aunque los bandos enfrentados no demostraran en un breve plazo voluntad de llegar a un acuerdo de paz: un 40% de los encuestados estaban a favor y otros tantos en contra. Y ante la prolongación del conflicto habían aumentado los partidarios de una intervención internacional armada: más del 50 % estaban de acuerdo en que la ONU debía imponer la paz militarmente y poco más del 25 % estaban en desacuerdo. Pero cuando en junio de ese mismo año una encuesta de ASEP preguntó por la decisión de bombardear las posiciones serbias de Bosnia, la respuesta fue abrumadoramente desfavorable, con escasas diferencias en razón de la orientación ideológica.


Una reflexión final: ¿por qué intervinimos en Kosovo?

Si España ha participado en las intervenciones militares en Bosnia y en Kosovo no ha sido pues, ciertamente, porque la opinión pública así lo demandara. Por el contrario la opinión española ha sido muy reticente, sobre todo en el caso, más polémico, de Kosovo. Es obvio, en cambio, que España ha intervenido cumpliendo sus obligaciones de miembro de la OTAN, es decir, de acuerdo con el primer objetivo de la Directiva de Defensa Nacional de 1996: «consolidar la presencia de España en las organizaciones internacionales de seguridad y defensa, asumiendo plenamente las responsabilidades y compromisos derivados de su participación en ellas». La gran pregunta es la de si, en el caso de Kosovo, la OTAN ha actuado de acuerdo con los principios básicos del derecho internacional. Desde el punto de vista de quienes más se opusieron a la intervención, como fue el caso de algunos dirigentes de Izquierda Unida, la respuesta es claramente negativa. Willy Meyer ha escrito que la intervención de la OTAN contra Yugoslavia, respondía a un designio peligroso: «la imposición por la fuerza de un Nuevo Modelo de Seguridad basado en la capacidad de agresión de unos Estados contra otros pisoteando la Carta de Naciones Unidas», o en palabras más simples: «mostrar al Mundo quien es el que verdaderamente manda». No han faltado tampoco destacados juristas que consideraran en términos absolutamente negativos la intervención de la OTAN: para Herrero de Miñón fue un dislate jurídico para Rubio Llorente una vuelta a la concepción medieval de la guerra santa, y para Remiro Brotons un «golpe» por el que la OTAN usurpó un ámbito de competencias exclusivo del Consejo de Seguridad. Por su parte un analista político como Carlos Taibo, al tiempo que condenaba sin paliativos el «régimen impresentable» de Milosevic, negó en su momento que la intervención de la OTAN respondiera a una genuina preocupación por los derechos conculcados de la mayoría de la población de Kosovo. La OTAN habría intervenido en primer lugar para preservar su propia imagen, que habría quedado en entredicho si permitía que Milosevic ignorara su repetida afirmación de que en modo alguno toleraría la repetición en Kosovo de lo que había ocurrido años antes en Bosnia, y en segundo lugar para evitar que el conflicto kosovar pudiera extenderse a Macedonia y provocar la intervención de algunos de los Estados vecinos. De todas estas críticas creo que se pueden extraer dos conclusiones válidas: que la intervención de la OTAN ha puesto en cuestión el principio, hasta ahora generalmente aceptado, de que sólo el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas está legitimado para autorizar una acción militar que exceda de la estricta legítima defensa, y que no respondió exclusivamente al propósito de defender los derechos de la población albanesa de Kosovo. Disiento sin embargo de los críticos de la intervención en un aspecto fundamental: creo que, a mediados de marzo de 1999, tras el fracaso de las negociaciones de París entre representantes de Yugoslavia y de los albaneses de Kosovo, la intervención militar era la opción menos mala que se podía adoptar.

No es esta la ocasión para entrar a fondo en una explicación de los orígenes del conflicto de Kosovo. Baste decir que, tras la supresión en 1990 de la autonomía de que hasta entonces había gozado la provincia, la población albanesa, ampliamente mayoritaria, vio drásticamente reducidos sus derechos; que en 1991 esta población se manifestó favorable a la independencia en un referendum ilegal; que a partir de 1997 surgió una resistencia armada, protagonizada por el Ejército de Liberación de Kosovo; que en 1998 la comunidad internacional comenzó a presionar a Yugoslavia para que aceptara una solución negociada, y que ese mismo año se manifestaron los primeros indicios de que las fuerzas serbias estaban dispuestas a aplicar en Kosovo el mismo procedimiento que habían aplicado antes en Bosnia, esto es la limpieza étnica, la expulsión en masa de albaneses, que culminaría en los primeros días de la intervención de la OTAN. La valoración retrospectiva de la OTAN, en un texto firmado por el entonces Secretario General, lord Robertson, es que las acciones del régimen yugoslavo en Kosovo amenazaban los valores sobre los que se estaba construyendo la nueva Europa y podían conducir a una propagación de la inestabilidad a los países vecinos, incluida Bosnia, ahora en pleno proceso de paz. ¿Resultan estas afirmaciones exageradas? En mi opinión no, si se recuerdan los acontecimientos de Bosnia, que culminaron en la matanza de Srebrenica de junio de 1995. En aquella pequeña ciudad europea, situada a escasa distancia de vuelo de Roma, de Viena, de Budapest y de Atenas, la protección de la ONU, representada en el terreno por un puñado de cascos azules holandeses, no evitó la matanza a manos serbias de la mayor parte de la población masculina adulta. Esto suponía el máximo descrédito de la propia ONU y al mismo tiempo un ataque frontal al esfuerzo por crear una Europa basada en el respeto a los derechos humanos. Había que intervenir y lo hizo la OTAN, de acuerdo con el Consejo de Seguridad de la ONU. La depuración de las responsabilidades por los crímenes de guerra cometidos por los bandos contendientes es competencia del Tribunal Internacional para la antigua Yugoslavia, creado por el Consejo de Seguridad en 1993, pero la respuesta política de la comunidad internacional vino con la acción de la OTAN y con los acuerdos de paz de Dayton, firmados por los presidentes Milosevic, de Serbia; Tudjman, de Croacia; e Izetbegobic, de Bosnia. En Dayton Milosevic pudo presentarse como un hacedor de paz y fue aceptado como tal. No se discutió allí el status de Kosovo, la provincia en que seis años antes habían comenzado los enfrentamientos que condujeron a la desintegración de Yugoslavia. La comunidad internacional estimaba que el derecho de secesión que tenían las repúblicas integrantes de la Federación Yugoslava no era extensible a Kosovo, mera provincia de Serbia. Esta situación sólo podría haberse consolidado si el gobierno de Belgrado hubiera logrado un acuerdo negociado con los nacionalistas albaneses de Kosovo, lo que ciertamente no era fácil, pero Milosevic optó por el uso de la fuerza y la limpieza étnica.

Ante el espectro de una nueva Bosnia, la OTAN no dudó esta vez. No se admitieron las maniobras dilatorias que habían demorado cuatro años una intervención decisiva en el caso de la propia Bosnia. Cuando Serbia rechazó el acuerdo que se le pretendía imponer, comenzaron los ataques aéreos, sin consulta previa al Consejo de Seguridad, en el que Rusia y China se habrían opuesto. Pero no se trataba sólo de los albaneses de Kosovo. Si se cedía en Kosovo, se ponía en peligro la precaria coexistencia interétnica laboriosamente alcanzada en Bosnia. El conflicto podía extenderse también a la vecina Macedonia, donde la mayoría eslava tiene una difícil relación con la minoría albanesa. Cabía también el peligro de una intervención, directa o indirecta, de Albania. Tampoco cabe olvidar que en Bulgaria se ha considerado tradicionalmente que los macedonios son búlgaros, ni que Grecia vio con franca hostilidad la independencia de Macedonia, ni que la opinión griega simpatiza mayoritariamente con la causa serbia, ni que los turcos son musulmanes, como muchos bosnios y albaneses, ni que las relaciones entre Turquía y Grecia, miembros de la OTAN ambas, son sin embargo muy tensas. El peligro de conflicto regional no era pues desdeñable. Sin contar con el estímulo que un triunfo del exclusivismo étnico frente a los principios en que se basa la Unión Europea hubiera significado para los demagogos nacionalistas de toda Europa. Había que intervenir, pero la intervención no lo resolvió todo, ni podía haberlo hecho. Así es que, en los inicios del siglo XXI, nos encontramos con varios hechos preocupantes. Una provincia yugoslava se ha convertido en un protectorado internacional, sin que se vislumbre a corto plazo una solución acerca de su status definitivo ni se haya avanzado en la convivencia interétnica. Bosnia y Herzegovina es un semiprotectorado, en el que una retirada de las fuerzas internacionales pondría en peligro la paz. Yugoslavia es un estado cuyo presidente, Milosevic, ha sido procesado por crímenes de guerra por un tribunal internacional. El principio de la soberanía nacional y el papel del Consejo de Seguridad de la ONU han sido puestos en cuestión. ¿Alguien dijo que la historia había terminado?