Para poder describir y entender las pinceladas más importantes y esenciales del entierro de un faraón, dentro del contexto de las creencias funerarias egipcias, hay que analizar primero el concepto que aquel pueblo tenía acerca de la vida y la muerte. Debido a las creencias de ultratumba, por ello, se desarrolla un arte dedicado a los muertos. La verdadera vida, para el egipcio, empezaba después de la muerte. Para asegurar esta vida había que proteger el cadáver del faraón de su corrupción, de ahí que se desarrollaran las técnicas de momificación. La tumba real era la morada del muerto, y en ella se intentaría reproducir la vida terrenal. El faraón fallecido disfrutaría, eternamente dentro de su tumba, de una vida igual a la que había pasado en la tierra.
Todo conducía al desarrollo de un vigoroso concepto de eternidad. Una larga evolución del pensamiento egipcio condujo al establecimiento de una concepción religiosa-funeraria que fue la característica del Egipto dinástico. No obstante, en lo que atañe al culto funerario en la naturaleza de la divinidad tras la muerte del faraón, me gustaría matizar antes de todo lo que representaba la figura del rey, del monarca en el Antiguo Egipto. Como la mayoría de los monarcas, el faraón ocupaba la posición principal en lo más alto de la jerarquía política y social. Sin embargo, en Egipto el rey era más que un simple jefe de Estado, pues se trataba de un elemento esencial dentro del universo egipcio. Su posición privilegiada en el mundo de los dioses, los hombres y los espíritus de los muertos (ajs) era necesaria para mantener la Maat, es decir el orden divino. Los egipcios pensaban que, sin el faraón, en el cosmos reinaría la confusión y el mundo se convertiría en un caos.
El rey tenía un papel activo en la mitología relacionada con la monarquía, ya que era el representante en la tierra del dios Horus, hijo de Osiris. Con ello, tendríamos que matizar que los primeros monarcas instauraron la tradición de construir un complejo funerario que les asegurase la inmortalidad, y con el paso de las generaciones este tipo de complejos crecieron hasta alcanzar proporciones monumentales. Los complejos funerarios construidos para los faraones eran proyectos de gran envergadura que tardaban décadas en concluirse y que requerían inversiones a largo término para asegurar la continuación del culto al rey muerto.
La primera pirámide con su complejo funerario se erigió en tiempos del faraón Dyoser (llamado también Necheriejet, hacia 2667 a.C.), de la dinastía III. Este faraón eligió Saqqara como emplazamiento para la primera pirámide, la famosa pirámide escalonada, que se concibió como la superposición de diversas mastabas en tamaño decreciente. Alcanzaba los 70 metros de altura y el eje este-oeste medía 140 metros, mientras que el eje norte-sur tenía algo menos, 118 metros. Las superestructuras de las mastabas reales de Saqqara contienen en ocasiones hasta veinte o más estancias, con múltiples puertas falsas y conductos destinados a los miembros de la familia del faraón fallecido, así como miles de inscripciones jeroglíficas y coloridas escenas murales. Tal vez la mayor variedad de escenas murales se encuentren en las tumbas reales de las dinastías V y VI que pertenecieron en su día a importantes funcionarios de la administración egipcia. Pero no obstante, para los antiguos egipcios, no tenía sentido establecer distinción alguna entre los objetos reales, físicos, tales como las personas o las ofrendas, y las pinturas o representaciones de las mismas. De este modo, cada una de las escenas de ofrendas que se realizan al faraón, una vez muerto, se convertirían en algo real en el más allá, con lo que las personas, los objetos y las actividades representadas en ellas constituían las “provisiones para la vida en el más allá del espíritu del muerto”. Las paredes de un gran número de estas tumbas reales se hallan presididas por imágenes de grandes dimensiones del fallecido, en clara alusión a su importancia en vida. Otros motivos presentes son escenas en las que puede verse gente desarrollando diversas actividades, como artesanos en pleno trabajo, carreras de botes en las marismas o peregrinajes a lugares sagrados como Abido.
Otro aspecto importante a destacar de las construcciones funerarias reales y de las tumbas no reales son las estelas, las cuales las podríamos clasificar como losas de piedra o de madera, de muchas formas diferentes, por lo general con inscripciones, relieves o pinturas. Fueron erigidas como lápidas, como hitos, pero también como monumentos conmemorativos. A partir de la Dinastía I hasta la época romana, las estelas sufrieron un cambio constante en sus formas. El claro ejemplo lo tenemos con las mastabas de Saqqara, que podríamos clasificarla como una construcción al descubierto de forma rectangular, realizado con piedra caliza o ladrillo de adobe y con los costados inclinados. Las horacinas de la “fachada palaciega” de las primeras tumbas se redujeron a sólo dos, una en el lado norte y otra en el costado sur del muro que daba al este. Estas estelas fueron las indispensables “falsas puertas” a través de las cuales el espíritu del faraón fallecido participaba mágicamente de las ofrendas como medida de protección, la estela o falsa puerta y las escenas de ofrendas se trasladaron con el tiempo al núcleo macizo de la propia mastaba hasta formar una especie de santuario para las ofrendas. En cambio, las cámaras de las estatuas (o sardabs), los conductos hasta la cámara funeraria quedaban inaccesibles para los vivos. La decoración no tardò en ir más allá de la falsa puerta, hasta adornar las cuatro paredes del santuario. La arquitectura de las tumbas privadas que podríamos catalogar como característica del Imperio Antiguo, alcanzó su culminación durante las dinastías V y VI en Saqqara, en unas tumbas de mayores dimensiones que las anteriores.
Otro aspecto importante a destacar de la cultura funeraria en el antiguo Egipto, en el proceso de enterramiento, es la cultura del ajuar funerario. Desde los tiempos más remotos de la historia egipcia, cada egipcio se ha enterrado con al menos un pequeño ajuar funerario, un conjunto de objetos que pensaban que les serían necesarios tras la muerte. Este ajuar consistía, como mínimo, en una serie de objetos cotidianos como tazas o peines, entre otros utensilios, además de comida. Los egipcios más adinerados se enterraban con joyas, muebles y otros artículos de lujo, los cuales atraían a los ladrones de tumbas. El ajuar también incluía un Urs, un amuleto con forma de almohada diseñado para proteger la cabeza de la momia. A medida que las tradiciones funerarias se desarrollaban en el Antiguo Imperio, los ciudadanos más acaudalados eran enterrados en ataúdes de madera, acompañados por una mayor variedad de artículos de lujo. Al comienzo del Primer Período Intermedio, las figuras de madera se convirtieron en objetos funerarios muy populares. Estas figuras normalmente representaban actividades cotidianas que el fallecido esperaba continuar haciendo en la otra vida. Además, el ataúd de forma rectangular se convirtió en el estándar, siendo adornado con brillantes pinturas e incluyendo con frecuencia algunas ofrendas.
En el Imperio Nuevo, algunas de las antiguas tradiciones funerarias cambiaron. Por ejemplo, se popularizó el ataúd de forma antropomórfica y se empezaron a incluir en las tumbas pequeñas estatuas Ushebti, que los egipcios pensaban que trabajarían para ellos en la otra vida. En los últimos enterramientos, la cantidad de estatuas Ushebti aumentó; en algunas tumbas se han encontrado más de cuatrocientas estatuas. Además de los Ushebti, se podían añadir a las tumbas muchos tipos de figuritas mágicas para proteger a los muertos de cualquier tipo de daño. Aunque los tipos de objetos funerarios fueron cambiando a lo largo de la historia del Antiguo Egipto, su función de proteger a los muertos y serviles como sustento en la otra vida permaneció como un propósito común. Aunque hay que matizar que las tumbas y templos funerarios, claro testimonio del poder y estatus del faraón, eran el lugar de reposo eterno del gobernante muerto (que, según se creía, al morir se convertía en un dios) además de ser un elemento esencial para su edificación. Las fuentes con las que contaríamos para conocer la naturaleza de la divinidad del faraón muerto son los textos y las escenas que decoran las paredes de las tumbas reales y los templos funerarios.
En el caso de los Textos de las Pirámides, las inscripciones funerarias más antiguas de las que tenemos noticia, se grabaron en los muros de la cámara y antecámara funeraria de la pirámide del rey Onos, de la Dinastía V. Los faraones posteriores modificarían este material, que durante el Imperio Nuevo y las épocas siguientes tomó la forma de libro con ilustraciones detalladas del más allá. Todas estas fuentes tienen en común el concepto de que el faraón, tras su muerte, había trascendido su existencia terrenal: “¡Elévate por ti mismo, oh Rey! ¡Tú no has muerto!” Esta es la instrucción que se da en los Textos de las Pirámides al recién transformado rey. Tanto en los textos funerarios más antiguos como en los posteriores, los dioses que más se mencionan son Re y Osiris. La letanía de Re y los Textos de las Pirámides afirman que el rey estaba destinado al trono, por lo que podía sentarse en el como Osiris, el legendario primer rey de la tierra, asumiendo todo el poder. El faraón fallecido se identificaba a si mismo como Re, la deidad suprema que nacía cada mañana y moría al anochecer. La identificación del rey con las deidades supremas de la Tierra y el Sol en el panteón egipcio sugiere que el rey, tras su muerte, pasaba a personificar la dualidad que caracterizaba el universo egipcio en la antigüedad. El gobernante deificado representaba la continua regeneración como (Osiris) y el ciclo diario del renacimiento (como Re).
En su concepto del cosmos, los antiguos egipcios se habían habituado a que cada una de sus divinidades poseyera un gran número de asociaciones y roles diferentes, por lo que era natural que el faraón deificado tuviese esos mismos atributos. También tendríamos que analizar la figura del faraón en el sentido de verlo como humano o divino. La divinidad del faraón muerto aparece de forma clara en los cultos populares que proliferaron al final del Imperio Nuevo, cuando se empezaron a encargar estelas votivas particulares con imágenes de gobernantes fallidos como Amenhotep I (hacia 1527-1506 a.C.) , al que los artesanos de Tebas Oeste veneraban como dios protector, se consolidó así, unos dos siglos de muerto aquél. Durante las ceremonias de culto, las pequeñas comunidades de Tebas Oeste sacaban en procesión las estatuas de Amenhotep y de su madre, Amonsis Nefertari, en unas plataformas o bien en barcos de carácter sagrado, mientras los fieles congregados batían tambores y cantaban. La gente tenía la esperanza de que las plegarias y las ofrendas dedicadas al faraón muerto les procurasen beneficios. La práctica de la elite de situar sus propias tumbas cerca de la pirámide del faraón a quien habían servido o en cuyo culto habían tomado parte, indica el gran respeto por el faraón muerto.