Al finalizar la Guerra Fría se hicieron diversas predicciones sobre el futuro del sistema internacional. Se dijo que se avanzaría hacia un sistema unipolar, en el que Estados Unidos sería la potencia dominante. Francis Fukuyama anunció el fin de la historia: el sistema liberal político y económico había triunfado y finalizaban las grandes confrontaciones que se habían vivido en el siglo XX: capitalismo contra comunismo, democracia contra fascismo. Por su parte, Samuel Huntington predijo un choque de civilizaciones y que las identidades culturales serían el factor dominante que desplazaría a las confrontaciones entre los Estados y sus intereses. El regreso a las particularidades (étnicas, nacionales, religiosas) llamó la atención de algunos autores, pero pocos predijeron que la religión como marco de organización social y visión del mundo cobraría una gran fuerza. El análisis sobre la supremacía de Estados Unidos se basaba en la supuesta continuidad de la Guerra Fría: si durante casi cuatro décadas dos grandes potencias habían dominado la geopolítica mundial, y una desaparecía, entonces la otra seria la dominante. El triunfo de Washington en la primera guerra contra Iraq (1991) y el anuncio del entonces presidente George Bush (padre) sobre un “nuevo orden mundial” permitieron creer que se avecinaba otro siglo americano. A esto se sumó ver al sistema internacional como una foto fija con dos polos, en vez del producto complejo de las relaciones entre actores y tendencias. El análisis geoestratégico en el nuevo ascenso de China, el fortalecimiento de Rusia y la creciente influencia de India y Brasil cambian la política mundial. No hay consenso entre los expertos acerca de qué significa esto para la geopolítica del futuro. Creo que nos vamos a encaminar a nivel económico y geopolítico y estratégico a un nuevo orden multipolar, entre EEUU / Rusia y China. Estos países se van a ir caracterizando por una gran dinámica económica y una creciente influencia en la política internacional. “Las nuevas potencias emergentes cambian el mundo debido a su éxito económico pero también debido a su posición independiente con respecto al patrón político y económico de Estados Unidos”, explica a DW Reisen, investigador en jefe del Centro para Desarrollo de la OCDE. Su confrontación con Estados Unidos y el resto de los países industrializados es, en su opinión, el único factor que las une. Sus intereses son muy diferentes: países exportadores de materias primas como Rusia y Brasil persiguen fines muy diferentes a los de China e India, grandes importadores. Por otro lado, estos últimos enfrentan desde hace décadas conflictos limítrofes. Como reacción al nuevo orden mundial, el Gobierno alemán publicó en febrero de 2012 su nuevo concepto: “Diseñar la globalización, desarrollar asociaciones, compartir responsabilidad”. Los objetivos no son más que lugares comunes: paz y seguridad, derechos humanos, estado de derecho. Más interesante es que “el gobierno alemán quiere fomentar una política global multilateral basada en reglas”. Es decir, Alemania ha puesto la multipolaridad en su agenda. Ante este escenario geoestratégico está claro que a Estados Unidos no tiene ningún interés en un mundo multipolar en donde perdería peso relativo. “A los estadounidenses les es difícil perder su posición de liderazgo; si tuviesen interés en la multipolaridad, ésta podría ser posible. Pero, a juzgar por el último año, no les interesa y se concentran en una clara oposición a China”. Así, tanto para Europa y como para las demás potencias emergentes, Reisen prevé un desempeño limitado en el concierto de la política mundial. Tras la implosión de su rival ideológico y geopolítico, la Unión Soviética, a partir de 1989, y a lo largo de las dos décadas posteriores hasta hoy, Estados Unidos ha protagonizado hechos que han determinado el devenir de la economía y la política mundiales. Para poder definir en qué posición se halla EE.UU. respecto a los principales países «emergentes», los llamados BRIC (acrónimo de Brasil, Rusia, India y China) es necesario llevar a cabo una breve reflexión sobre lo acontecido en este tiempo. Paralelamente al estallido de la primera Guerra del Golfo (1990-91), y el consiguiente desplazamiento de la atención geoestratégica de EE.UU. a Oriente Medio, tuvo lugar en el ámbito de las finanzas mundiales una desregulación de los mercados financieros promovida desde Washington. Esta primacía financiera, articulada a través de organismos internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, venía unida a la promoción de la democracia y del libre mercado en los antiguos países del bloque soviético. Estos elementos configuraron una década de «liberalismo democrático» en la que Rusia había retrocedido posiciones mientras el resto de economías emergentes aún no habían despegado. Al inicio del siglo XXI, Norteamérica se veía a sí misma, en expresión célebre de Samuel Huntington, como la superpotencia solitaria. Sin embargo, Norteamérica ha experimentado un cambio importante en su posición relativa mundial a consecuencia de dos tipos de factores durante la primera década del siglo XXI. Primero, una serie de crisis sucesivas en EE.UU., tanto de origen doméstico como de política exterior. Entre ellas cabe señalar el estallido de la burbuja que estallo en el 2000, tras años de crecimiento exponencial, que supuso una seria advertencia de los peligros derivados de una lógica financiera especulativa. Poco después, los ataques terroristas del 11-S mostraron la vulnerabilidad de la seguridad de EE.UU.: la segunda guerra de Irak con la invasión del país de su presidente Sadam Hussein, así como la ocupación de Afganistán, han repercutido en un cierto desprestigio de la imagen de EE.UU en el mundo. A ello hay que añadir una percepción entre los ciudadanos de un deterioro de las condiciones sociales por el aumento de las desigualdades. En el plano macroeconómico, se fue agudizando el déficit fiscal y comercial estadounidense. Finalmente, la gran crisis financiera de las subprime originada en el sistema bancario estadounidense, a finales de 2008 –con el derrumbe del banco de inversión Lehman Brothers, y de las grandes compañías hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac– ha puesto de manifiesto la debilidad del capitalismo financiero global y, en particular, del norteamericano. El segundo factor que ha incidido en el reposicionamiento norteamericano ha sido la imparable pujanza de otros actores emergentes. China, India o Brasil, ya habían empezado a escalar posiciones a partir del comienzo de esta década, en términos de tecnología, mercados, gasto militar, o reducción de la pobreza gracias a una alta tasa de crecimiento interno. Mientras, la economía norteamericana ha acrecentado su deuda respecto a otros actores globales –en especial China– y el dólar se ha debilitado como moneda de reserva mundial. El hecho central de que la crisis tuvo su origen en el epicentro del sistema, y no, como en el pasado, en la periferia (México, Malasia, o Argentina), ha acelerado este proceso de debilitamiento relativo de EE.UU.. La crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de dar un papel central a los países emergentes, los cuales en su mayoría –a excepción quizá de Rusia– se han visto menos afectados que las economías desarrolladas de europeos y norteamericanos. Inevitablemente, el impacto de la crisis financiera ha traspasado las fronteras de EE.UU., y ha abierto un proceso de revisión de la arquitectura económica y financiera mundial, la cual ha producido un primer resultado: la configuración del G-20 que viene a sustituir al G-7 o G-8 del pasado, y que ha tenido en Seúl en noviembre de 2010 su quinta reunión.